EL SOLDADO QUE SE QUITÓ LA ARMADURA Y SE ENTREGÓ A CRISTO: SAN ENGELBERTO DE COLONIA
- Canal Vida

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Un noble alemán que cambió la espada por la cruz. Asesinado por su propia familia por defender a la Iglesia, murió perdonando. Su historia —entre poder, traición y fe— sigue estremeciendo al mundo ocho siglos después.

En el siglo XIII, cuando la fe y la ambición se entrelazaban en el corazón de Europa, un noble alemán decidió cambiar la espada por la cruz. Su nombre era Engelberto de Colonia, un príncipe, guerrero y arzobispo que pagó con su sangre el precio de defender la verdad del Evangelio frente a los abusos del poder.
DEL CASTILLO A LA CRUZ
Engelberto nació en 1185 en la familia de los condes de Berg, una de las más influyentes del Sacro Imperio Romano Germánico. Desde niño fue formado para el poder: la política, la diplomacia y la guerra eran su destino. Pero entre las piedras frías de los castillos y las intrigas de la nobleza, su alma buscaba algo más.
Su familia lo destinó al clero, y pronto fue reconocido por su inteligencia y liderazgo. Sin embargo, el joven sacerdote no se conformó con los lujos ni con los privilegios que la Iglesia otorgaba a los poderosos. Quería una fe viva, una Iglesia libre del control de los señores feudales, fiel al Evangelio y cercana al pueblo.
Cuando fue nombrado arzobispo de Colonia en 1216, Europa ardía en conflictos. Los emperadores se enfrentaban a los papas, los nobles saqueaban monasterios y los campesinos eran tratados como siervos sin alma. Engelberto no dudó: reformó la diócesis, defendió los derechos de los pobres, restituyó tierras robadas a los monasterios y denunció los abusos de los señores.
Pero esa fidelidad al Evangelio tuvo un precio. Su voz, firme y justa, comenzó a incomodar. Los mismos que lo aclamaban como héroe espiritual, empezaron a verlo como una amenaza para su poder.

EL OBISPO QUE DESAFIÓ A LOS PODEROSOS
Engelberto no era un político: era un pastor. En sus sermones, recordaba que ningún rey ni conde podía proclamarse cristiano mientras explotara a sus siervos. Enseñaba que el verdadero poder solo tiene sentido cuando se convierte en servicio. “El que gobierna sin amor no gobierna, oprime”, decía.
Fue entonces cuando su camino se cruzó con el de su primo, Federico de Isenberg, conde de Westfalia. Federico había sido acusado de saquear los bienes de un convento y maltratar a las religiosas bajo su protección. Engelberto, como arzobispo, decidió intervenir y exigir justicia. Pero ese acto, impulsado por su deber pastoral, encendió el odio de su familia.
El 7 de noviembre de 1225, mientras el arzobispo viajaba hacia un monasterio en Gevelsberg, cayó en una emboscada. Lo esperaban varios caballeros, entre ellos su primo. Lo derribaron del caballo y lo golpearon brutalmente. Los cronistas dicen que recibió treinta y seis heridas, pero que en ningún momento intentó defenderse.
Cuando uno de los asesinos le hundió una espada en el pecho, Engelberto alzó la vista al cielo y pronunció las palabras que lo inmortalizaron:🕊️ “Los perdono, porque Cristo me perdonó primero”.

UN CUERPO INCORRUPTO Y UN AROMA CELESTIAL
Al amanecer, unos monjes encontraron su cuerpo en el camino. Estaba cubierto de sangre, pero su rostro —dicen— parecía dormido. De sus heridas emanaba un aroma dulce, y su piel no mostraba señales de corrupción.
Lo llevaron a la Catedral de Colonia, donde fue sepultado con honores. Pronto comenzaron los milagros: enfermos sanaban al tocar su tumba, los prisioneros se liberaban espiritualmente al invocar su nombre, y los soldados dejaban sus espadas frente a su altar, buscando la paz que él había conquistado con su martirio.
El pueblo empezó a llamarlo “el mártir de la fidelidad”, y los artistas lo representaron siempre con una espada en el pecho y una cruz en la mano: el símbolo de quien venció el poder del odio con el amor de Cristo.

EL SOLDADO DE LA PAZ
La figura de Engelberto trascendió su época. Los cronistas medievales narraban que su tumba irradiaba luz en las noches y que, durante las guerras, los habitantes de Colonia veían una figura luminosa recorrer los muros de la ciudad, protegiéndola de los invasores.
Pero más allá de los prodigios, su mayor milagro fue espiritual. En un tiempo donde la venganza era ley, él enseñó que el perdón es la única victoria verdadera. Cuando muchos buscaban riqueza o dominio, él eligió la pobreza y la entrega. Su martirio se convirtió en una advertencia para los soberbios y una esperanza para los humildes.
El Papa Gregorio IX, impresionado por su ejemplo, lo proclamó santo en 1618, reconociendo oficialmente su culto. Hoy, sus reliquias descansan en la Catedral de Colonia, y cada 7 de noviembre los fieles recuerdan al monje guerrero que renunció a las armas para abrazar la cruz.
EL LEGADO DE UN CORAZÓN INVICTO
San Engelberto de Colonia no fue un héroe de guerra, sino un héroe del espíritu. En una época donde la traición era moneda corriente, él mantuvo su palabra. En un mundo que glorificaba la fuerza, él eligió la debilidad de Cristo. Murió con una espada en el pecho… pero sin odio en el alma. Y esa es la victoria que no muere.
Hoy, en tiempos donde la ambición y el poder siguen tentando al hombre, su historia resuena con fuerza. Recordar a Engelberto es recordar que la fe no se mide por lo que conquistamos, sino por lo que estamos dispuestos a perder por amor a Dios.
“No hay triunfo más grande que morir fiel al Evangelio”. Esa fue su última enseñanza. Y su mayor milagro fue no dejar de amar.








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