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Adolfo Hamuy: El Hombre que Alimentaba con las Manos… y con el Alma

  • Foto del escritor: Canal Vida
    Canal Vida
  • 25 may
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 26 may

No predicaba con palabras, sino con platos llenos. Adolfo Hamuy falleció en 2012, pero su legado sigue vivo cada sábado en una esquina de Asunción donde los pobres aún sienten que Dios no se olvidó de ellos. Esta es la historia del hombre que hizo del Evangelio un guiso caliente y del amor una costumbre.
Solidaridad
Entre santos, libros y carteles, Adolfo Hamuy predicaba con el ejemplo en cada rincón de su alma. (Fotografía: Archivo 2009).

Montevideo e Ygatimí ya no es solo una esquina de Asunción. Es un altar sin mármol, un templo sin cúpula, donde el Evangelio se volvió guiso, abrazo y mirada. Allí vivía y servía Adolfo Hamuy, el hombre que convirtió su vida en pan compartido.


No fue cura ni político. Pero cambió la vida de cientos solo con su fe… y una olla llena de amor.

Cada sábado —llueva, truene o abrase el sol— se lo veía ahí, junto a sus hijas María Hilaria de Jesús y Gloria Elizabeth, sirviendo un plato caliente a los que la sociedad olvidó. Pero él no alimentaba estómagos: resucitaba dignidades.

Pedro Kriskovich

A los 80 años, Adolfo recorría hospitales, cárceles y villas llevando bolsas de ropa, paquetes de fideos… y esperanza. Su carrito de compra y venta era su altar rodante, y su fe, un fuego que no apagó ni la vejez ni el cansancio.


Humay
Con un crucifijo al pecho y un Evangelio en la mano, salió a cambiar el mundo desde la vereda. (Fotografía: Archivo 2009)

“Tuve hambre y me diste de comer”, repetía desde Mateo 25. Y no lo decía para lucirse: lo vivía hasta el último día. Porque Hamuy no creía en una fe encerrada en templos, sino en la caridad que camina, cocina, visita y consuela.


Solidaridad
Adolfo Humay, junto a sus hijas. (Fotografía: Archivo 2009)

Murió en 2012, pero su esquina sigue oliendo a comida recién hecha… y a cielo. Porque hay santos sin aureola, y Adolfo fue uno de ellos. Un "santo" de delantal, manos curtidas y mirada de padre para todos.


Predicaba con guisos, evangelizaba con caricias, y su altar estaba en la vereda de los olvidados.




Su legado no está en bronce, pero sí en las ollas que aún reparten amor cada sábado en alguna esquina de la capital, una ciudad o un pueblo. Porque cuando un alma se entrega entera, ni la muerte puede callarla.

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