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El Santo que Escuchó Su Propia Muerte… y Sonrió: La Profecía Oculta de San Juan de la Cruz

  • Foto del escritor: Canal Vida
    Canal Vida
  • 10 dic
  • 4 Min. de lectura
San Juan de la Cruz no murió en silencio: escuchó una voz celestial que lo llamó por su nombre y sonrió antes de partir. Una muerte anunciada desde el Cielo, un misterio que la ciencia no puede explicar… y un legado espiritual que aún estremece.
San Juan de la Cruz
En la última madrugada de su vida, San Juan de la Cruz levantó la mirada… y sonrió. Dijo haber escuchado su nombre pronunciado desde el Cielo, como un llamado dulce y definitivo. Así murió: con las manos unidas, el alma encendida y la luz eterna descendiendo sobre él.

Dicen que hay muertes que llegan como ladrones. Y hay otras… que llegan anunciadas desde el Cielo. San Juan de la Cruz (1542-1591), uno de los místicos más incomprendidos —y a la vez más peligrosos para la tibieza espiritual— escuchó el llamado antes de que nadie más lo percibiera. Lo escuchó con una claridad que no se parece a nada que la teología moderna se atreva a explicar.


Fue una voz. Apenas un susurro. Pero suficiente para que él, que vivía mirando hacia adentro como quien mira un abismo lleno de Dios, comprendiera que su hora había llegado.

Y sonrió.

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LA NOCHE EN QUE EL CIELO LLAMÓ SU NOMBRE

Ocurrió a finales de 1591, cuando la enfermedad ya le había devorado la fuerza pero no el espíritu. Sus hermanos carmelitas lo velaban con el temblor natural de quien asiste al tránsito de un hombre que vivió demasiado cerca del Misterio. De repente, San Juan abrió los ojos, miró hacia un punto invisible en la habitación y susurró: “Ya viene mi hora… Ya oigo el canto”.


¿Qué canto? ¿Quién podía cantar en un cuarto donde reinaba el silencio absoluto? ¿Qué melodía puede romper la frontera entre la vida y la muerte?


Los carmelitas nunca supieron explicarlo. Pero el santo sí: era el “cántico del alma liberada”, ese sonido celestial del que él mismo había escrito años antes, cuando hablaba del “Amado que pasa como brisa ligera entre las montañas”.


Esa noche, todos lo vieron cambiar: dejó de sufrir. Su rostro se volvió casi luminoso. Como si ya no perteneciera del todo a este mundo.







LA PROFECÍA QUE NADIE QUISO REVELAR

Pocos saben que San Juan de la Cruz había anunciado su propia muerte tiempo antes. No lo hizo como un adivino, sino como un hombre que había aprendido a escuchar lo que otros ignoran.


En una de sus cartas espirituales escribió: “Mi alma ya está desatada. Espero solo la llamada”.

Nadie imaginó que esa llamada sería literal.


Cuando el susurro celestial se repitió por segunda vez, más fuerte y más dulce, el santo apoyó su mano en el crucifijo y pronunció palabras que helaron la sangre de los presentes:

“Qué gloria cuando se abre la puerta…”.


¿A qué puerta se refería? ¿La del cielo? ¿La del tránsito final? ¿O acaso la puerta interior que se abre cuando el alma ya no teme a nada?


Esa frase, repetida hoy por devotos de todo el mundo, sigue provocando escalofríos.


San Juan de la Cruz
San Juan de la Cruz, en sus últimos instantes, escucha la ‘voz que lo llama’. Con el crucifijo en la mano y la mirada fija en la luz que desciende, el místico español pronuncia su profecía final: ‘Qué gloria cuando se abre la puerta…’.

EL MILAGRO DEL ROSTRO EN PAZ

La muerte lo abrazó el 14 de diciembre. Pero lo extraño vino después. Los enfermeros que prepararon su cuerpo aseguraron que el cadáver irradiaba un perfume de flores, algo imposible para quien había sufrido tanto. Pero no solo eso: su rostro se mantuvo sereno, casi sonriente, como si hubiera visto algo que ningún ser humano podría soportar sin caer de rodillas.


Las crónicas de la época describen un fenómeno poco conocido: “Su piel parecía más viva que muerta; y su expresión era de quien ha contemplado la hermosura sin velos”.


En un tiempo de guerras, persecuciones y temor a lo sobrenatural, nadie quiso publicar estas observaciones. Pero los manuscritos quedaron. Y hoy, siglos después, salen a la luz para revelar la huella de un hombre que murió escuchando música que no era de este mundo.

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EL SANTO QUE HABLABA DE LA MUERTE SIN TEMOR

San Juan de la Cruz nunca trató a la muerte como enemiga. Para él, era la llave, el puente, el instante por el cual el alma se “desnudaba de sí misma” para entrar en la plenitud absoluta.

En una de sus estrofas más célebres escribió: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero,que muero porque no muero”.


Estas frases, repetidas hasta el cansancio, no son metáforas poéticas: eran la confesión de un hombre que ardía por ver el rostro del Amado. Su muerte, entonces, no fue una tragedia… sino un encuentro.



EL FINAL QUE NO FUE UN FINAL

Cuando exhaló su último suspiro, los testigos aseguraron haber sentido un cambio en el aire, como si una presencia hubiera llenado la habitación. Algunos afirmaron escuchar un leve murmullo, como un canto lejano que se alejaba hacia lo alto.


Los carmelitas lo llamaron “el tránsito perfecto”. Los místicos, “el desposorio final”. Y los fieles que lo veneran hoy, simplemente dicen: “San Juan de la Cruz murió escuchando lo que nosotros no oímos… pero todos deseamos oír algún día”.


Una muerte que se convierte en profecía. Un profeta que se convirtió en fuego. Un fuego que sigue ardiendo cada 14 de diciembre, recordándonos que morir no es perder la vida… sino encontrarla al fin.




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