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EL SANTO QUE ESCUCHABA A LOS MUERTOS: EL MISTERIO DE SAN GERARDO MAYELA

  • Foto del escritor: Canal Vida
    Canal Vida
  • hace 8 horas
  • 4 Min. de lectura
Murió joven, pero su vida estuvo marcada por visiones, milagros y noches en que las almas del purgatorio lo visitaban para encontrar descanso. Dicen que hablaba con los muertos… y que todos volvían en paz. San Gerardo Mayela, el santo imposible.
San Gerardo Mayela
San Gerardo Mayela, el místico que —según los relatos de su época— hablaba con las almas del purgatorio y caminaba entre el mundo de los vivos y los muertos. En las noches, su celda se iluminaba sola… y los monjes juraban oír susurros de oración y llanto.

No era un exorcista, ni un monje de oscuras penitencias, ni un místico encerrado entre visiones. Era un joven italiano, sencillo y alegre, que se convirtió en uno de los santos más misteriosos y poderosos de la historia.


Su nombre, Gerardo Mayela, y aunque el mundo lo conoce como patrono de las embarazadas, pocos saben que su vida estuvo marcada por encuentros con almas del purgatorio, bilocaciones imposibles y milagros que aún hoy desafían la razón.


Murió con apenas 29 años, en 1755. Pero en ese breve tiempo dejó un rastro de prodigios que ni los más escépticos pudieron negar.







UN MUCHACHO QUE HABLABA CON EL CIELO

Gerardo nació en Muro Lucano, un pequeño pueblo de Italia, en 1726. Desde niño tuvo una relación sobrenatural con Dios. Veía cosas que los demás no veían. En la iglesia, decían los vecinos, el pequeño se quedaba quieto frente al altar, como hipnotizado, y a veces hablaba solo. Pero su madre juraba que no hablaba solo: “conversa con su Ángel”.


A los doce años quiso ser sacerdote, pero su salud débil se lo impidió. En vez de rebelarse, decidió ofrecer su vida entera a Dios. Se unió a los Redentoristas, la congregación fundada por san Alfonso María de Ligorio, y allí su fama de santidad comenzó a extenderse como fuego entre los pueblos.


Era alegre, servicial, y tenía un poder que pocos comprendían: cuando alguien le pedía oración, el milagro ocurría. Un enfermo se levantaba. Un niño volvía a respirar. Una madre desesperada recibía consuelo.


Pero lo más inquietante aún estaba por venir.

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NOCHES CON LOS MUERTOS

Una noche, los hermanos del convento de Caposele lo oyeron hablar en voz baja en su celda. Creyeron que rezaba. Pero cuando abrieron la puerta, lo vieron sentado frente a una luz que no era de este mundo. Gerardo levantó la vista y sonrió:—No teman —dijo—, son las almas que vienen a pedirme oraciones.


Los monjes huyeron aterrados. Desde entonces, se decía que, a medianoche, el joven santo recibía la visita de los muertos. Llegaban sin ruido, solo con el rumor de un viento frío. Gerardo los escuchaba y oraba con ellos. A veces, lloraba. Otras, sonreía en silencio.


“Me cuentan sus penas”, dijo una vez. “Y cuando se van, sé que han hallado descanso”, señalaba. El pueblo comenzó a llamarlo “el confesor de los difuntos”, un título que jamás existió en los libros de teología, pero que el alma popular comprendió enseguida.


San Gerardo Mayela
En las noches más frías del convento, san Gerardo Mayela abría su puerta a las almas que venían del más allá. Decían que hablaba con los muertos, pero él solo respondía con oraciones. Cuando la luz se apagaba, la paz volvía.
EL SANTO QUE ESTABA EN DOS LUGARES A LA VEZ

No solo los muertos lo visitaban. También los vivos podían verlo donde no estaba. Gerardo tenía el don de la bilocación: podía aparecer en dos lugares al mismo tiempo.


Un testigo relató que lo vio rezando en el coro mientras, a la misma hora, una madre desesperada aseguraba haberlo visto en su casa, junto a la cuna de su hijo enfermo. Cuando le contaron el hecho, Gerardo simplemente sonrió y dijo:—El amor de Dios no conoce paredes.


Y no era el único caso. En otra ocasión, mientras los Redentoristas misionaban en un pueblo lejano, alguien juró ver a Gerardo entre la multitud, aunque él se encontraba recluido en el convento. “Sí, estuve allí”, confesó luego, “pero no con el cuerpo… solo con el alma”.

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EL MILAGRO DEL PAÑUELO

Entre los muchos prodigios que marcaron su vida, uno se convirtió en símbolo eterno de esperanza: el milagro del pañuelo.


Una joven embarazada estaba a punto de morir en el parto. Recordó que Gerardo le había dado un pañuelo y le dijo: “Guárdalo. Te ayudará cuando llegue el dolor”. Desesperada, lo puso sobre su vientre… y el dolor desapareció de inmediato. Dio a luz sin riesgo alguno.


Desde entonces, miles de mujeres de todo el mundo guardan pañuelos bendecidos con su nombre. Y los médicos —aunque no lo digan— vieron lo inexplicable una y otra vez.



EL HOMBRE QUE AMABA EL SUFRIMIENTO

Gerardo no temía el dolor. Lo abrazaba. Decía que “cada sufrimiento es una carta del Cielo”, y que “el alma que sufre con amor ya no pertenece a la tierra”. En su enfermedad final, cuando la tuberculosis lo consumía, repetía con serenidad: “Señor, que se haga tu voluntad.”


El día de su muerte, los hermanos lo encontraron con una sonrisa y una cruz entre las manos. A su alrededor, el aire olía a lirios. Y, según varios testigos, una luz azul cubrió su cuerpo durante varios minutos.

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EL PODER DE SU INTERCESIÓN

Hoy, tres siglos después, su tumba en Caposele sigue siendo lugar de milagros. Mujeres embarazadas, jóvenes, enfermos, y personas con angustia espiritual viajan hasta allí buscando consuelo. Muchos aseguran haber sentido una presencia junto a ellos. Otros cuentan que lo escucharon en sueños.


Dicen que san Gerardo aún sigue haciendo lo que hizo en vida: escuchar, consolar y llevar las almas a la paz.


En tiempos donde el ruido del mundo nos ahoga, su historia es un eco del Cielo que susurra entre sombras: “El amor vence al miedo. La oración abre las puertas de la eternidad. Y ni la muerte puede callar a los santos”.



EL SANTO QUE SIGUE HABLANDO

El Papa Pío X lo canonizó en 1904. Desde entonces, su figura inspira no solo devoción, sino también asombro. ¿Cómo explicar que un joven humilde pudiera desafiar las leyes del tiempo, del cuerpo y de la muerte?


Quizás la respuesta sea la misma que Gerardo daba cuando le preguntaban por sus milagros: “No soy yo quien los hace. Es Dios… que pasa por aquí”.



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