La Beata que el Diablo Odiaba: Alexandrina da Costa, la Mujer que Venció al Infierno
- Canal Vida

- 23 oct
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Setenta años después de su muerte, la historia de Alexandrina da Costa, la beata que el demonio odiaba, sigue estremeciendo al mundo. Revivía la Pasión de Cristo cada viernes y vivió trece años alimentándose solo de la Eucaristía. Su fe venció al Infierno.

Han pasado setenta años desde que Alexandrina María da Costa partió a la Casa del Padre, el 13 de octubre de 1955. Sin embargo, su nombre sigue estremeciendo a creyentes y escépticos. Fue llamada “la mujer a quien Satanás odiaba con perfecto odio”, y la Iglesia la reconoce como una de las místicas más impresionantes del siglo XX.
Nacida el 30 de marzo de 1904 en Balasar, Portugal, Alexandrina creció entre campos y oraciones, llena de vida, música y alegría. A los catorce años, un episodio brutal marcaría su destino: tres hombres irrumpieron en su casa con la intención de abusar de ella. Para defender su pureza, saltó por una ventana de cuatro metros, cayendo al suelo con heridas graves.
Aquel salto la dejó paralizada para siempre, pero también fue su primer acto de heroísmo espiritual: prefirió perder el movimiento antes que la inocencia. Desde entonces, su cuerpo se volvió una prisión, pero su alma se transformó en un altar. Rezaba sin cesar, ofrecía su dolor y, poco a poco, entendió que su sufrimiento tenía un propósito: unirse a Cristo en la redención del mundo.
LA MUJER QUE REVIVÍA LA PASIÓN DE CRISTO
A partir de 1938 comenzó a vivir un misterio que desconcertó a médicos, sacerdotes y fieles. Cada viernes, durante tres horas, su parálisis desaparecía y revivía físicamente la Pasión de Cristo. Su cuerpo inmóvil toda la semana se incorporaba, reproducía los movimientos del Vía Crucis, caía y se levantaba entre gritos y lágrimas.
Quienes presenciaban aquel fenómeno aseguraban que Jesús sufría otra vez en el cuerpo de una mujer frágil y luminosa. Alexandrina, con humildad, solo decía: “Siento los clavos en mis manos y el peso de la cruz sobre mis hombros”. En su dolor encontraba amor, y en su inmovilidad, redención.

EL INFIERNO LA ODIABA
Si el Cielo la había escogido, el Infierno la señaló como su enemiga. Desde 1934, Alexandrina sufrió violentos ataques diabólicos. Escuchaba voces, veía sombras, sentía empujones. “Vengo de tu Cristo —le decía una voz—, me mandó a llevarte al infierno”.
El demonio le prometía descanso si se suicidaba, le gritaba que su vida no tenía sentido, que ni Dios ni su confesor creían en ella. Pero ella respondía besando su crucifijo: “Jesús mío, en tus manos me entrego.”
Su habitación se convirtió en un campo de batalla espiritual. Algunos vecinos escuchaban los gritos y los golpes. A veces, la oscuridad parecía material. Pero cuando el mal se retiraba, un silencio sobrenatural llenaba el aire, y su rostro, agotado, irradiaba paz.
El padre Mariano Pinho, su director espiritual, escribió: “El demonio la atacaba con odio indescriptible. Pero nunca logró vencer su serenidad ni su sonrisa”.
JESÚS EN SU HABITACIÓN
En 1933, Alexandrina logró cumplir su mayor deseo: que un sacerdote celebrara misa en su cuarto. Desde entonces, esa pequeña habitación se volvió un santuario.
Durante una de esas misas, Cristo se le apareció cubierto de sangre. “Vi sus manos, sus pies, su costado abierto, la sangre cayendo al suelo. Quise besar sus heridas, y Él me permitió hacerlo.” Desde entonces, su vida se convirtió en un diálogo constante con el Señor.
Allí ofreció cada noche sus dolores por los pecadores. En la soledad, comprendió que el sufrimiento era la llave del Cielo y que su misión era abrirlo para quienes lo habían cerrado con el pecado.

LA EUCARISTÍA, SU ÚNICO ALIMENTO
El 27 de marzo de 1942 comenzó un milagro que duraría trece años y siete meses. Desde ese día, Alexandrina no comió ni bebió nada más que la Eucaristía.
Los médicos la observaron día y noche. No perdió peso, ni presión, ni temperatura. Vivía, literalmente, del Cuerpo de Cristo. “Jesús es mi alimento —decía—. Su Carne y su Sangre me bastan.”
Para los incrédulos, fue un desafío; para los creyentes, una confirmación. La ciencia calló. La fe habló.
SU MUERTE Y SU LEGADO ETERNO
El 13 de octubre de 1955, aniversario de la última aparición de Fátima, Alexandrina despertó con una sonrisa. “Hoy voy al Cielo”, dijo a su hermana. Recibió la Comunión y pronunció sus últimas palabras: “No pequen. Los placeres del mundo no valen nada. Recen el Rosario. Comulguen siempre”.
Murió en paz, mientras el sol iluminaba su rostro. En su tumba pidió grabar una advertencia estremecedora: “Si el polvo de mi cuerpo puede servir para salvarte, písalo. Pero no ofendas más a Jesús”.
Hoy, peregrinos de todo el mundo visitan su habitación y su tumba en Balasar. Entre los objetos sencillos y el crucifijo que apretó hasta el final, aún se respira una presencia viva, un perfume de cielo y lucha.
UNA VICTORIA CONTRA EL INFIERNO
Alexandrina da Costa no realizó milagros visibles, pero su existencia fue un milagro silencioso de fidelidad y amor. En una época que huye del dolor, ella lo abrazó con ternura. Transformó la agonía en oración, la tentación en victoria y el sufrimiento en alegría.
Setenta años después, sus palabras siguen estremeciendo: “Sufre, ama y satisface”.
Tres palabras que derrotaron al demonio. Porque ni el fuego del infierno pudo apagar la luz de una mujer paralizada que aprendió a vencer con un rosario en la mano y una sonrisa en los labios.
La beata que el diablo odiaba… fue la que más amó.









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