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Participar de la gloria de Dios

"Dios encarnó a su Hijo en nuestros corazones para hacernos partícipes de su misma vida", asegura el padre Rafael de Tomás Ferrer en su reflexión del Evangelio de hoy (Lc. 1, 39-56).
 

En aquellos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.


"Proclama mi alma la grandeza del Señor."

Aconteció que. en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!


¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».


María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava”.


Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mi: “su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.


Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia” - como lo había prometido a “nuestros padres” - en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».


María se quedó con Isabel unos tres meses y volvió a su casa.

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