El Loco que Gritaba a Dios… y los Niños lo Imitaban
- Canal Vida
- hace 1 día
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Lo llamaban loco por gritar “¡Señor, ten piedad!” por las calles. Pero los niños lo seguían, y tras su muerte comenzaron los milagros. San Nicolás Peregrino fue canonizado solo cuatro años después. Su historia estremece y despierta fe.

Siempre hay uno. En cada oficina, club, barrio. El que parece estar un poco fuera de sintonía. El que llora cuando nadie lo espera, que habla solo en voz baja o se queda en silencio cuando todos gritan. El que sonríe demasiado, o reza antes de los penales, o se arrodilla frente a un árbol como si escuchara algo que el resto no oye. Algunos lo miran con desconfianza. Otros con burla. Unos pocos con respeto. Pero nadie lo entiende del todo.
Es ese tipo o esa mujer que habla del amor de Dios como si fuera la cosa más concreta del mundo. Que insiste en perdonar cuando todos exigen venganza. Que se queda después del trabajo para ayudar a alguien que nadie ve. Que entra a una iglesia a las tres de la tarde cuando podría estar en la pileta o viendo una serie. El mundo le dice: "Estás loco". Y él o ella simplemente sonríe. Tal vez lo estén. Pero es un tipo de locura que incomoda... porque es libre.
Hace casi mil años, un adolescente griego caminaba por Tranti (Italia) gritando a los cuatro vientos: “¡Señor, ten piedad!”. No predicaba, no enseñaba, no sanaba. Solo gritaba a Dios, una y otra vez. Lo llamaron loco. Pero los niños lo siguieron, y Dios lo hizo santo. Se llamaba Nicolás Peregrino. Y su historia sigue hablando hoy, en medio de un mundo que ya no quiere escuchar.
JOVEN VAGABUNDO CON FAMA DE DEMENTE
Nicolás nació en Grecia en 1075. A los trece comenzó a tener extrañas experiencias espirituales. Algunos decían que era epilepsia, otros lo acusaban de poseído. Pero él decía que escuchaba la voz del Señor. “El mundo dejó de pedir misericordia. Yo debo gritar por ellos”,manifestaba. Nadie lo tomaba en serio.
A los quince años dejó su casa, abrazó una cruz de madera y comenzó su peregrinación hacia Italia. Caminó por pueblos cantando a Dios. Donde iba, repetía sin cesar: “Kyrie Eleison, Kyrie Eleison...” (Señor, ten piedad).
En Trani, una ciudad portuaria al sur de Italia, lo recibieron con desconfianza. ¿Un adolescente gritando en griego? ¿Con los ojos perdidos y la ropa raída? Era fácil llamarlo "el loco peregrino".

LOS NIÑOS LO SEGUÍAN COMO A UN PROFETA
Al principio, la escena era desconcertante: un joven sucio, descalzo, con una cruz en la mano, caminando por las calles de Trani mientras gritaba “¡Kyrie Eleison!” sin descanso. Pero lo más sorprendente no era su presencia… sino la de los niños. Se le acercaban como si fuera un imán. Lo miraban como a un ángel caído del cielo. Lo seguían por las plazas, repetían sus palabras, algunos incluso se ponían a su lado a gritar también. No había juegos, ni dulces, ni trucos. Solo un fuego espiritual que ardía en ese adolescente y que ellos, sin entenderlo, reconocían.
No era una burla. No era juego. Era algo más profundo, más misterioso. “Nicolás gritaba como si estuviera viendo al mismo Cristo venir por las calles”, escribió un testigo. Y quizás lo veía. Porque cuando él pasaba, los niños callaban sus risas, los perros se echaban al suelo, y hasta los comerciantes bajaban la voz. Había algo en él que suspendía el tiempo, como si el cielo rozara la tierra por un instante.
Los adultos comenzaron a observar con recelo... pero también con temor. ¿Quién era ese muchacho? ¿Por qué los pequeños lo seguían como si fuera un enviado? ¿Y si no era un loco? ¿Y si realmente era un profeta disfrazado de vagabundo? Nadie quería admitirlo, pero en sus corazones, algo empezaba a cambiar. Porque había algo en ese joven que gritaba a Dios… que hacía temblar las certezas del mundo.

SANTO DE LOS DESCARTADOS
Nicolás dormía en el suelo, ayunaba por días y no aceptaba dinero. Lloraba con frecuencia, sobre todo cuando pasaba frente a una iglesia cerrada o al ver gente peleando en la calle.
Un día, en una plaza, cayó desmayado. Estaba exhausto. Algunos testigos dijeron que mientras su cuerpo temblaba, sus labios seguían pronunciando su eterna plegaria: "Señor, ten piedad..."
Murió poco después, sin un hogar, sin una cama, sin un último abrazo. Pero no estaba solo: decenas de niños lo rodeaban, llorando y rezando con él.
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MILAGROS TRAS SU TUMBA
Lo enterraron como a un pobre, sin pompa, sin ceremonia, en un rincón de Trani. Pero su tumba no se apagó con la muerte: empezó a latir. Los niños que lo seguían, ahora lo visitaban en silencio. Llevaban flores, trozos de pan, pañuelos con lágrimas. Y fue allí, en esa tierra común, donde comenzaron los susurros de lo sobrenatural. Una niña paralítica tocó la lápida y caminó. Una madre desesperada recobró la leche y abrazó a su hijo. Un hombre que llevaba meses sin trabajo volvió con empleo el día siguiente de rezar con fe.
Los relatos se multiplicaban. Vecinos que hablaban de visiones, enfermos que despertaban sanos, dolores que desaparecían al apoyar la frente en el sepulcro del “loco del Kyrie Eleison”. El rumor creció, cruzó fronteras, llegó a oídos de obispos, nobles y hasta del propio Papa. Ya no era un vagabundo excéntrico: era un intercesor poderoso desde el más allá. Donde antes había indiferencia, ahora había fila para tocar la piedra donde descansaban sus huesos.
Y entonces ocurrió lo impensado: cuatro años después de su muerte, el Papa Urbano II —el mismo que convocaría poco después la Primera Cruzada— canonizó a Nicolás Peregrino. Un joven sin formación teológica, sin títulos, sin convento, sin siquiera una homilía escrita. Solo su grito. Solo su cruz. Solo su amor por Dios. Así, el que fue llamado loco por los hombres, fue declarado santo por el cielo. Y su tumba, desde entonces, nunca volvió a estar sola.

EL SANTO QUE GRITA DESDE EL CIELO
No fue doctor de la Iglesia. No fundó ninguna orden. No escribió tratados, ni participó de concilios. Y, sin embargo, su nombre fue inscrito entre los santos con una rapidez que pocos tuvieron. Porque no hizo falta más que eso: un grito. “¡Kyrie Eleison!”. Lo gritó en las plazas, templos, calles de piedra, descalzo y tembloroso, con los ojos llenos de fuego y la voz quebrada por la súplica. Hoy, esa misma súplica resuena en miles de templos del mundo entero, repetida una y otra vez por quienes, como él, claman misericordia desde el corazón.

Cada 2 de junio, Trani, en la región italiana de Apulia, se transforma. Las campanas del mediodía repican con fuerza, y los niños —sí, los niños, como entonces— salen en procesión con cruces de madera en la mano y cintas blancas en la frente. Caminan por las mismas calles que él recorrió, repitiendo su clamor sagrado. Y lo hacen con una seriedad que conmueve, como si supieran que esa voz loca de antaño todavía susurra desde el cielo.
Los restos de san Nicolás Peregrino se veneran en la basílica catedral de esa ciudad, una joya románica frente al mar Adriático. Su tumba, silenciosa y sencilla, está al pie del altar mayor.

Allí acuden peregrinos de Italia, Grecia y otras tierras, especialmente padres con hijos enfermos o personas con trastornos mentales. Se dice que su intercesión es poderosa ante las almas confundidas, los marginados, los “locos” que el mundo no quiere oír. También se conservan reliquias menores, como fragmentos de su cruz y objetos que tocó en vida. Porque aunque el joven haya callado su grito en la tierra… su voz no se ha apagado: sigue clamando desde el Cielo.
LOS IGNORADOS, ENVIADOS DE DIOS
Nadie quiso escucharlo en vida. Ni los sacerdotes que se burlaban de su grito, ni los comerciantes que le cerraban las puertas, ni los vecinos que lo acusaban de estar poseído. El propio obispo de Trani ordenó ignorarlo: era mejor fingir que ese muchacho mugriento no existía. Gritaba demasiado. Lloraba demasiado. Amaba demasiado. Era incómodo. Y eso, para el mundo, siempre fue motivo de rechazo.
Lo empujaron, lo insultaron, lo ridiculizaron. Le tiraban piedras. Le gritaban hereje. Lo llamaban loco. Y sin embargo, no se defendía. No reaccionaba con odio. Seguía caminando. Seguía gritando. Seguía amando. Porque Nicolás no gritaba por él. Gritaba por todos nosotros. Por los que ya no saben rezar. Por los que se avergüenzan de creer. Por los que necesitan a Dios y no se animan a pedirlo. Por eso su grito incomodaba tanto: nos recordaba lo que habíamos dejado de ser.
Y tal vez por eso Dios lo eligió. Porque cuando el mundo desprecia a alguien, el cielo a veces lo corona. Porque el amor de Dios no busca los perfectos, sino los que arden. Hoy muchos veneran su tumba, repiten su oración y se emocionan con sus milagros. Pero no quieren recordar que lo dejaron morir solo, como a tantos profetas. Su historia nos sacude porque nos desnuda: ¿cuántos santos estamos ignorando hoy? ¿A cuántos “locos” estamos llamando inútiles… cuando en realidad son voz de Dios disfrazada de miseria?
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