EL SANTO QUE DERROTÓ A SATÁN CON UNA CRUZ DE MADERA
- Canal Vida
- hace 4 días
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Lo amarraron a una rueda ardiente. Le arrancaron los intestinos. Le ofrecieron riquezas si renegaba de Cristo. Pero san Erasmo de Formia solo apretaba con fuerza su cruz de madera. Su fe desató milagros en tierra y mar. Esta es su historia.

San Erasmo de Formia, también conocido como Elmo, no es solo una figura de devoción medieval. Es uno de los mártires más espeluznantes del siglo IV, cuya valentía se narra entre gritos, fuego y oraciones. Su fiesta se celebra el 2 de junio, y su historia parece sacada de una novela de horror espiritual: visiones, milagros, demonios y una cruz que ardía de poder.
Era obispo en Formia, una región costera del sur de Italia, en tiempos en que ser cristiano era casi una sentencia de muerte. El Imperio Romano aún respiraba persecución. Y Erasmo, lejos de esconderse, predicaba en plazas, puertos y caminos.
VISITAS DEL INFIERNO
Los demonios no se aparecen a los cobardes. Pero temen a los valientes. Y san Erasmo de Formia fue uno de los pocos hombres que enfrentó al Maligno cara a cara… y lo venció. Cuenta la antigua tradición que, una noche, mientras oraba en soledad en su iglesia, un rugido sacudió los vitrales. De entre las sombras emergió un león negro, con ojos como brasas encendidas y fauces capaces de devorar almas. Era Satán. No era una visión. Era un ataque.
Cualquier hombre habría corrido. Pero Erasmo se puso de pie, tomó su cruz de madera y, en lugar de huir, caminó hacia el monstruo. “¡En el nombre de Cristo, retrocede!”, gritó. El león rugió, tembló… y luego chilló como un perro herido. El demonio se esfumó entre un remolino de azufre. No dejó ni rastro. Solo un hedor. A partir de aquel día, los fieles aseguraban que donde Erasmo rezaba, los espíritus impuros temblaban.
El poder de su cruz no era simbólico: era un arma. Se decía que ningún demonio podía permanecer donde él bendecía. Monjes afirmaban que incluso los endemoniados se revolvían si escuchaban su nombre. No era un exorcista. Era un escudo viviente de luz. Por eso, cuando se lo llevaron preso y lo torturaron, los soldados paganos cubrían sus oídos: temían que un solo susurro de Erasmo hiciera estallar las cadenas del infierno.

TORTURAS QUE NO DOBLEGARON SU VOZ
Cuando fue arrestado por orden del emperador Diocleciano, comenzaron los tormentos. Lo azotaron con garfios de hierro. Le derramaron plomo fundido en la espalda. Lo metieron en un tonel con clavos. ¡Pero nada lo silenciaba! Solo repetía: "Mi fuerza está en el Señor".
El tormento más recordado fue cuando lo ataron a una rueda de fuego. Lo giraban y giraban, esperando que su cuerpo se deshiciera. Pero según los testigos, un ángel se le apareció y apagó las llamas. Lo bajaron, y él, ensangrentado, levantó su cruz.

EL MILAGRO DE LOS INTESTINOS
La escena es tan brutal que cuesta creerla… y sin embargo, quedó grabada a fuego en la memoria cristiana. Erasmo, arrodillado y sin gritar, fue abierto en canal por sus verdugos. Con un torno de hierro, comenzaron a enrollar sus intestinos fuera del cuerpo, centímetro a centímetro, como si arrancaran el alma misma. Pero Erasmo no se quebró: en vez de maldecir, recitaba el Padrenuestro con una serenidad sobrenatural.
Los soldados romanos, endurecidos por el horror de la guerra, no podían sostener la mirada. Uno de ellos —según las crónicas medievales— cayó de rodillas, y se convirtió al ver que los ojos de Erasmo seguían encendidos de amor mientras su cuerpo era destrozado. “No hay dolor que supere al amor de Cristo”, dicen que murmuró, antes de desmayarse por la pérdida de sangre. Los ángeles —afirman algunos escritos— recogieron sus vísceras con delicadeza, como reliquias.
Esa imagen desgarradora se transformó con los siglos en un símbolo de resistencia espiritual. Erasmo no fue vencido ni con el cuerpo abierto. Su martirio se convirtió en una bandera para quienes sufren por su fe, para los perseguidos, para los que aman hasta el extremo. Hoy, su estampa muestra una rueda y sus entrañas: una iconografía que no es morbosa, sino gloriosa. Porque en cada fibra expuesta, ardía todavía la luz del Cielo.

LA LUZ EN MEDIO DE LA TORMENTA
Muchos marineros empezaron a invocarlo cuando una luz extraña aparecía sobre los mástiles de sus barcos durante las tormentas. Esa luz azulada, conocida como "el fuego de san Elmo", era para ellos una señal de que el santo los cuidaba. Se dice que incluso después de su muerte, apareció a barcos perdidos y calmó el mar.

UN SANTO QUE DESAFIÓ AL PODER
El emperador Maximiano, harto de no poder doblegar a Erasmo, intentó por última vez lo impensado: sobornar su alma. Le presentó un espectáculo de gloria terrenal, con cofres de oro resplandeciente, capas púrpuras traídas de oriente y siervos dispuestos a servirlo como a un dios. Pero Erasmo no parpadeó. No negoció con el mundo. Miró al tirano con la calma de quien ya entregó su vida y pronunció palabras que aún resuenan en el mármol de la historia: “Prefiero morir con la cruz en la mano que vivir con cadenas en el alma”.
Aquella respuesta no solo enfureció al emperador, sino que dejó sin palabras a toda su corte. Algunos soldados, se cuenta, se arrodillaron al escucharlo. No fue solo una frase: fue un acto de guerra espiritual contra el orgullo del imperio. Erasmo no desafió a un hombre, sino al sistema que pretendía someter las almas a la lógica del miedo y del poder. Su resistencia fue más fuerte que el plomo derretido y más cortante que cualquier espada.
Lo decapitaron sin juicio. Su cabeza cayó con serenidad, como si ya no le perteneciera a este mundo. Dicen que al tocar el suelo, su sangre no era roja, sino fuego líquido: brillante, cálida, viva. Aquella sangre ardiente empapó la tierra de Formia y convirtió el lugar de su ejecución en santuario. La cruz no fue su condena. Fue su victoria. Desde entonces, los que se sienten perseguidos, humillados o tentados por el poder, lo invocan. Porque san Erasmo no murió derrotado: murió invicto.

UNA CRUZ QUE NO SE QUEMA
En medio de la tortura, cuando los verdugos buscaban arrancarle la fe junto con la piel, san Erasmo sostenía una cruz de madera. No era de oro ni de marfil. Era simple, rústica, tallada con manos humildes. Pero esa cruz resistió lo que ningún otro objeto pudo. La sumergieron en fuego, intentaron quebrarla como símbolo de su fe… y no ardió. Como si fuera un trozo del árbol de la vida, la cruz permaneció intacta, mientras las llamas devoraban todo a su alrededor. Fue un escándalo entre los paganos y una señal imborrable para los cristianos perseguidos.
Los artistas cristianos no lo olvidaron. Desde los primeros íconos hasta los retablos barrocos, san Erasmo aparece con el rostro sereno, aun cuando en sus manos sostiene el símbolo más crudo de su martirio: sus propias entrañas enrolladas en un torno. Pero no hay horror. Hay paz. Porque lo que esas imágenes quieren transmitir no es dolor, sino gloria. La victoria de quien eligió perder el cuerpo para ganar el alma. De quien no dejó de rezar ni siquiera mientras moría desgarrado.
La cruz que no se quema se convirtió en emblema. En los altares marineros, en las capillas rurales, en los colgantes de los pescadores, aparece esa misma figura: un santo que no fue aplastado, sino que se alzó desde el polvo con su fe encendida. En una época donde todo podía ser comprado o silenciado, Erasmo fue un testigo incómodo: demostró que hay verdades que ni el fuego ni la espada pueden destruir. Y que, aunque el cuerpo caiga, la cruz —cuando es verdadera— siempre permanece en pie.

PATRONO DE LOS QUE NAVEGAN LA VIDA
Hoy, san Erasmo es invocado no solo por marineros, sino por todos los que sienten que atraviesan tormentas. Su cruz es escudo. Su nombre es grito de auxilio.
Porque si un hombre pudo vencer al miedo, al dolor, a Satán y al poder con una cruz de madera, entonces la esperanza sigue viva. Y navega con nosotros.
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