Los Monjes que Fabrican la Eternidad: Los Trapenses que Transforman la Muerte en Oración
- Canal Vida

- hace 7 días
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Desde el silencio de Iowa, los monjes trapenses de la Abadía de New Melleray fabrican ataúdes y urnas bendecidas con oración. En el Día de los Difuntos, su obra se vuelve testimonio vivo de que la muerte, en manos de Dios, es esperanza.

En un mundo que teme hablar de la muerte, ellos la abrazan con serenidad. Desde hace más de dos siglos, los monjes trapenses de la Abadía de New Melleray, en el corazón rural de Iowa (EE. UU.), dedican sus días a un oficio que el mundo olvidó: fabricar ataúdes y urnas a mano, en un taller que huele a madera y oración. No hay máquinas ni prisa. Solo hombres vestidos de blanco y negro que trabajan en silencio, sabiendo que cada pieza guarda un misterio: la promesa de la vida eterna. “Cada ataúd que construimos —dice el hermano Paul— es una plegaria. No es una caja, es un lecho de resurrección”.
Los monjes fundaron Trappist Caskets en 1999, no como una empresa, sino como una extensión de su vocación. Su meta no es ganar dinero, sino sostener el monasterio y acompañar el dolor humano con compasión. Cada féretro y urna son bendecidos por un monje y llevan una tarjeta firmada con su oración.
EL SONIDO DE LA FE
En el taller, el martillo suena como una letanía. Cada tabla es lijada con cuidado, cada unión se sella con una oración. Las maderas provienen de su propio bosque —roble, cerezo, nogal— cultivadas con amor y reforestadas tras cada entierro. Por cada ataúd vendido, los monjes plantan un árbol, como símbolo de vida que continúa. “Cuando el cuerpo reposa, la tierra florece”, dice el prior de la comunidad. Y así, la muerte se transforma en semilla.
Sus ataúdes no llevan adornos ni lujos. Solo la sencillez cisterciense, el eco del Evangelio en madera. En un tiempo en que el dolor se oculta bajo mármoles y luces frías, ellos ofrecen la dignidad del silencio, la humildad de una cruz tallada a mano.

UN MINISTERIO DE MISERICORDIA
Los monjes no solo fabrican ataúdes para adultos. Desde hace años también elaboran para niños, que regalan a familias que perdieron un hijo. “No hay dolor más grande —dicen— que enterrar a un chico. Pero tampoco hay acto más santo que acompañar ese sufrimiento con esperanza”.
El Fondo para Ataúdes Infantiles permite donar materiales para esas pequeñas obras de amor. Cada uno de ellos es bendecido, y el nombre del niño queda inscrito en el libro de condolencias de la abadía, como si su memoria quedara custodiada por la oración eterna del monasterio.

EL ATAÚD COMO ICONO CRISTIANO
Para los trapenses, la muerte no es un fin, sino una puerta. La madera del ataúd es la misma que un día formó la cruz de Cristo. Por eso, cada féretro lleva en su interior un sentido teológico: la madera que sostuvo al Redentor ahora sostiene al redimido. El ataúd no es una caja fría, sino un vientre de esperanza, un refugio donde el cuerpo aguarda el amanecer del Cielo.
Los visitantes que llegan al monasterio hablan de algo indescriptible: una paz tangible, un silencio que no asusta, sino que consuela. Los monjes, entre rezos y serruchos, evangelizan sin palabras.

EL ROSTRO DE LA VIDA ETERNA
En el Día de los Muertos, cuando muchos buscan en la oscuridad un modo de recordar, los trapenses encarnan una fe luminosa. Ellos no huyen del dolor, lo abrazan con las manos llenas de aserrín y el alma de oración. Su lema, tomado de san Benito, resume su misión: “Anteponer nada a Cristo”.
En un mundo que maquilla la muerte, ellos la honran con belleza, humildad y esperanza. Y cada vez que un ataúd sale de su taller, bendecido y perfumado de madera, una oración se eleva: “Padre misericordioso, recibe el alma de tu hijo, que reposa en este humilde lecho como en una cuna, a salvo bajo tu cuidado hasta el día de la resurrección”.
Quizás por eso, entre las colinas de Iowa, el silencio no suena a vacío. Suena a eternidad.









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